En el cielo casi sin estrellas de esta gran ciudad no se ve la
luna. Afuera el tránsito va dejando lugar al murmullo constante y apacible de ruedas
que giran sin apuro a lo lejos y las campanas de la iglesia marcan las diez para quien quiera escuchar.
Fin de año es una
época de rituales. Rituales para limpiar el cuerpo, la cabeza, la casa, las
relaciones. Rituales para dar cierre a las cosas que terminan y rituales para
cargar las energías para las que vendrán.
Mi ritual hoy fue una
clase de elongación.
Hay algo que le sucede
al cuerpo cuando elongamos: le exigimos a nuestro músculo hasta el punto de
resistencia, aquél donde aparece el dolor, y después le exigimos un poco más.
Bastante más, hasta que el dolor nos da un nudo en el estómago y cosquillas en las
extremidades y temblores y ganas de llorar.
Y sin embargo, quién
más, quién menos, todos resistimos.
“Me estoy muriendo” le
digo a la profesora con la fuerza que me queda para hablar.
“Vas a sobrevivir. Nadie se muere” me responde.
Como casi siempre, no estoy
segura si habla del ejercicio o de la vida.
Elongar demuestra que,
aun cuando creemos que llegamos a nuestro límite, si nos animamos a soportarlo
siempre se puede un poquito más.
“Inspiro, llevo aire a
la zona que duele, suelto. No se olviden de respirar”.
Sus palabras suenan
como un mantra en el salón a oscuras a causa de un repentino y afortunado corte
de luz. Cada célula de nuestros cuerpos transpira el agua que no sabíamos que
teníamos acumulada; y nos dejamos hacer ante las manos del compañero que nos
exige a ir un poquito más lejos.
“Respiren. Y piensen en otra cosa”.
Pero el dolor no te
deja pensar.
Y es gracioso cómo funciona
el cuerpo. Volver al lugar de reposo duele más que exigirle al músculo que ceda
ante la presión que lo lleva más allá de su límite. Pero cuando al fin
relajamos las fibras agotadas, sucede el milagro y el dolor se transforma en
algo así como una calma y una paz.
Somos estrellas de
cinco puntas recortadas sobre el piso blanco y frío. Una voz que llega desde
lejos nos pide que cerremos los ojos y que sintamos como la gravead nos aplasta
contra el suelo que nos recibe y nos sostiene. Respiramos pausadamente
sintiendo cómo cada célula recupera el oxígeno que le hemos negado y un
cosquilleo nos adormece las manos, los pies. Tenemos conciencia de cada músculo
que se apoya los mosaicos, de cada tendón que se relaja, de cada articulación
que cede en el punto de máxima comodidad. Cada cosa está en su lugar sin que la
estemos pensando.
Los omóplatos en el
suelo se mueven al ritmo de nuestras respiraciones pausadas. Y nos piden que
pensemos. Que pensemos en buenos momentos del año que se va que nos sirvan de
sustento para el año que llega.
“Elongamos las piernas
para relajarlas y liberarlas de los pesos para poder seguir caminando” dice la
voz y con los ojos cerrados empiezo a dejar que lleguen los recuerdos que serán
mi paz.
Las lunas llenas.
Un colibrí que ha
hecho nido en un patio.
Un libro a la luz de
un velador.
Dos mujeres corriendo
en un parque oscuro para ver el árbol de Navidad que se enciende.
Las cosquillas en el
cuerpo antes de un beso.
Un pasaje, una mochila,
una ruta.
Las cumbres nevadas
recortadas sobre un cielo gris.
Un ángel que baila en
puntas de pie bajo los cenitales de un teatro lleno.
La liviandad del alma
que se levanta contenta para ir a trabajar.
Una sonrisa que es como un hogar.
Ese otro dolor de la aguja
que fue tiñendo de tinta una piel demasiado ansiosa de recibirla.
Pieles que se
encuentran.
Un escenario lleno de
risas compartidas.
Una plaza llena de
perros que juegan.
El equilibrio en una
tela a cinco metros sobre el suelo antes de arrojarme hacia adelante y caer.
Los balanceos sobre un
trapecio al que pensé que no me animaría.
Un archivo que se va
llenando de palabras hasta que de pronto tiene la forma y la consistencia y el
color de una tesis.
Un blog.
Un mensaje que llega diciendo
que no importa lo que pase, siempre seré la amiga adorada.
El abrazo justo en el
momento justo.
El regalo bajo el
árbol que dispara lágrimas de felicidad ante la inmensidad de mi fortuna.
Y esas mismas lágrimas
que caen y cada exhalación suelta aquello que hizo mal porque ya
no importa. Hoy no importa.
El cuerpo que busca la
posición fetal para reencontrarse con el útero materno.
Nacer de nuevo.
Y fundirme en la noche
casi sin estrellas de la gran ciudad en el más absoluto silencio.
En el dolor y en la calma hoy tuve mi ritual. 2016 te estoy esperando. Ya tengo las piernas y el alma listas para caminar.
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