Hay personas que son destruye-muros, por llamarles de alguna manera.
No lo son porque destruyan los muros detrás de los que nos escondemos si, después de todo, dedicamos mucho tiempo y esfuerzo a poner cada ladrillo en su sitio para construir una muralla inexpugnable, a veces hasta para nosotros mismos. Pero son personas que dinamitan los lugares justos y consiguen abrir las grietas por las que el alma se escapa como chorros de luz.
Hay personas así.
Personas que nos machacan, que nos pinchan, que en un día de lluvia nos sientan y nos obligan a escuchar de principio a fin todo el cuento de esas cosas en las que eu, prestá atención, la estás pifiando feo. Que nos cantan las mil y una verdades, sin repetir y sin soplar y sin maquillaje, apuntando a nuestras barreras más débiles pero mejor escondidas y abriéndolas una-por-una hasta que uno queda hecho un ovillo en la cama admitiendo que tienen razón.
Son personas que nos sacuden hasta los huesos porque nos conocen y nos quieren y nos ven como somos antes de que lleguemos a darnos cuenta.
No nos tienen miedo.
Y no tienen filtro.
Nos dicen que somos infantiles, caprichosos, que nos hacemos problemas por todo, que nos lo buscamos, que sobre-reaccionamos o que no reaccionamos para nada, que estamos en el lugar cómodo, que seguimos viendo la parte negativa de todo pero ¿hasta cuándo, me querés decir?
Que nos preguntan cuándo vamos a empezar a hacernos cargo y a resolver todas esas cosas que tenemos pendientes. Y nosotros tan sin palabras y tan sin ganas de responder eso.
A veces se exasperan (¿cuántas veces ya nos lo dijeron, cuántas veces más van a tener que decirnos lo mismo?) y a veces se enojan. A veces parece que están cansados (y la mitad de las veces lo están).
A veces nosotros también nos enojamos porque no nos gusta lo que nos dicen o cómo nos lo dicen o lo que implica lo que nos dicen o por todos esos motivos juntos y superpuestos, o por acumulación de todas las veces anteriores en que nos dijeron lo mismo y no nos enojamos.
Y estamos enojados de verdad, muy enojados, y el enojo desaparece tan pronto como apareció porque sabemos muy bien que ese discurso odioso no es para herirnos. No: hablan desde el cariño, la paciencia y las ganas de que estemos mejor y entonces todos los argumentos defensivos se esfuman o son tan débiles como flechas de papel.
Entonces lloramos, pataleamos, hacemos capricho otra vez. Si no nos podemos enojar con ellos nos enojamos con nosotros mismos por ser tan tontos, por no habernos dado cuenta antes, por estar haciendo otra-vez-lo-mismo. Por seguir cayendo en las mismas debilidades de siempre y porque aunque decimos que vamos a cambiar, en el momento de la verdad flaqueamos como modo natural de ser.
Nos ven llorar y no se horrorizan, porque saben. Que embronca, que lastima, que duele.
Y ellos que saben, nos sostienen. Con un abrazo empiezan a juntar nuestras piezas y después nos ayudan a poner de nuevo cada ladrillo y cada barrera en su lugar para que nos sintamos armados y fuertes de nuevo, para que nuestros rayos de luz queden otra vez protegidos dentro, pero se reservan la última piedra y esa no nos la dan. Por ahí van a empezar a romper cuando llegue el momento, la próxima vez.
Pueden ser cualquier persona. Un amigo de la infancia, tu mejor amiga, tu pareja, tu mamá, tu papá. Un hermano, tu madrina, la hija de la vecina con la que nunca hablás pero que te sacó la ficha desde el comienzo y cuando hace falta, te lo recuerda. Un abuelo, la quiosquera. Tu psicólogo o una persona que si te preguntan, decís que detestás, aunque en el fondo no.
A lo mejor tuviste la fortuna de encontrarte con una persona así.
A lo mejor tenés la suerte de que sean más de uno y de que todavía sigan a tu lado.
Yo sé que las tengo.
Gracias, bellas, por ser.
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