Soy de ese pequeño porcentaje de la humanidad que disfruta de los domingos y que los asocia con cosas lindas.
Los domingos son recorrer en colectivo la ciudad que se despereza para volver de la casa de tu mejor amiga, donde dormiste después de ver películas, comer chocolates y hablar pavadas hasta entrada la madrugada.
O son tomarte el cole a las 10 de la mañana para llegar a la casa de tus abuelos y almorzar con ellos a las 11, porque para esa hora les gana el hambre del madrugador. Hablar de pueblos nunca visitados, de gente olvidada, de plantas, de la novela de la noche, de planes para futuro siempre por concretar.
Son la caminata hasta la panadería y cruzarte con los vecinos que andan sin apuro, leer el diario mientras alguien ceba mates y alguna radio suena bajito. El asado del mediodía con la familia reunida sin excusas, una vez cada tanto, para celebrar que nos tenemos y compartir.
Son el parque abarrotado de charlas y perros, una feria, turistas, la lona de colores tendida al sol y las zapatillas a un lado, olvidadas junto con las preocupaciones de todos los días. O son caminar la peatonal casi desierta tomados de la mano, transitar las calles dormidas en dirección contraria a todos, hacia la ciudad que duerme.
Son hacer el plan de salir a pasear e ir lejos, a donde no vamos habitualmente, para dejar el barullo atrás y ver el río y los sauces más de cerquita.
Son juegos de cartas, películas viejas, mates en el patio, mates en el balcón, mates en el pasto, mates en el auto que da vueltas por la ciudad mientras en el estéreo suenan Chayanne o Pantoja o Pimpinela. Son tardes de TEG y el partido de fútbol que nadie miraba hasta que llegó el cuñado que sí.
Cuando todo eso falla, los domingos son siestas, letras y libros (o apuntes) y calma, sobre todo eso.
Algo así como volver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario