domingo, 8 de mayo de 2016

Hacé que sepan

Hubo un tiempo en que tuve un abuelo al que llamábamos abuelo M.
El abuelo M. era un hombre callado, calmo y reflexivo. Debe haber sido muchas otras cosas más, imagino, algunas buenas y otras no tanto... Esas últimas llevaron a que con los años mis padres y él se distanciaran irreversiblemente y a que hoy yo esté escribiendo estas líneas.
Tengo algunos recuerdos de él. Recuerdo sus anteojos grandes y sus manos lentas y arrugadas. Creo que tenía los ojos claros, y a veces se los secaba disimuladamente con la punta del pañuelo que llevaba siempre en el bolsillo. Por su causa todas las notitas y cartas que regalo llevan fecha, "sino, cuando vuelva a mirarlas, ¿cómo voy a saber cuándo las hiciste?". Cuando se emocionaba se le quebraba la voz y apenas si podía hablar. Mi mamá y mi abuela materna le hablaban de "usted".
Un día el abuelo M. murió. No sé de qué, no sé cómo, ni siquiera recuerdo el día o el año. Sé que yo tendría algo más de 18 años, que ya vivíamos en la casa donde aún estamos, que alguien (mi mamá, mi papá) nos lo dijo (¿estaban mis hermanas conmigo?) mientras estaba sentada a la mesa de la cocina.
Mi papá no fue al velatorio y no nos dijo dónde era. Creo que ya había pasado cuando nos avisó.
Esa tarde lloré en silencio abrazada a mi tigre de peluche preferido.
Primero pensé que era tristeza por no haber podido despedirme.
Después pensé que era por la injusticia: de no haber sabido, de no haber estado, de que me hubiesen mantenido afuera.
Un poco más tarde pensé que era por bronca contra mí misma por no haberme preocupado cuando estaba a tiempo y que, de pronto, fuese demasiado tarde.
Con el tiempo comprendí que no era por ninguna de esas razones: lloraba por el dolor de las cosas que no había hecho. Por no haberlo acompañado más, por no haberle dicho que lo quería, por no haberlo llamado, por no haberle compartido más cosas de mi vida, por no haberme interesado más por la suya.

Dolió mucho.

Después pasó y quedó el aprendizaje, y me prometí que nunca más tendría que hacer un duelo por todo lo que podría haber hecho, dicho o expresado y había dejado pasar la oportunidad hasta el punto de que la vida me la arrebatara de las manos.

Por eso, hoy me recuerdo...

Escribí cartas, notitas, frases de colores en los espejos,
hacé dibujos aunque parezcan de niños de 3 años, 
mandá mensajes a las 8 de la mañana para decir buen día.
Decí te amo
te extraño
te adoro
estás linda
vos podés
sos lo más
a veces sos bastante pésima pero igual te quiero así de mucho.
Agradecé a la gente por ser y por existir, 
agradecé las sonrisas que te roban cuando estás triste, los abrazos que te dan cuando los necesitás pero no los pedís.
Preguntá, preguntá y preguntá:
¿merendamos? ¿nos vemos? ¿voy? ¿venís? ¿vamos? ¿cómo anda fulano? ¿fuiste? ¿te llamó? ¿cómo te fue? ¿rendiste? 
de verdad... ¿cómo estás? 
Sentate a tomar mates aunque en el fondo no tengas tantas ganas, demorate cinco minutos más ahí aunque se te haga tarde para tantas otras cosas, volvé para dar un beso cuando te lo pide el corazón.
Compartí almuerzos familiares, meriendas con amigos, tragos, películas, series mediocres, libros, reuniones, paseos, cafés calientes al lado del fuego,
jugá, reí,
hacé reír,
perdé la vergüenza, dejá salir los halagos, mimá,
abrazá sin motivos, mandá mensajes aleatoriamente,
decí que sí...

Hacé que pase, 
hacé que sepan.


Todo lo demás no es importante.